El reconocido filósofo moral australiano Peter Singer está a la vanguardia del pensamiento sobre el impacto social y las implicaciones éticas de las nuevas tecnologías. En junio de 2018, el Sr. Singer dio una conferencia pública sobre ética y tecnología en la OMPI. A continuación se presenta un resumen de su ponencia.
* Resumen por Catherine Jewell, División de Comunicaciones, OMPI
Cuando reflexionamos sobre los juicios que hacemos, deberíamos poder ponernos de acuerdo sobre algunos principios básicos de ética o discrepar sobre aplicaciones particulares de esos principios en circunstancias diferentes. Por ejemplo, desde un punto de vista ético, deberíamos ser capaces de aceptar que los intereses de todas las personas son iguales. Mis intereses no cuentan más que los de otros, siempre y cuando se trate de intereses similares. Si suponemos que una determinada enfermedad causa un sufrimiento similar en los seres humanos en todas partes, creo que podemos estar de acuerdo en que deberíamos conceder igual importancia a cada paciente que la padece, independientemente de otras diferencias.
Esa idea queda reflejada en la Declaración Universal de Derechos Humanos y otros pactos internacionales. La ética no es una cuestión de gusto; es una verdad evidente asimilable al razonamiento de las matemáticas o de la lógica. Por lo tanto, la ética es una cuestión sobre la cual existen respuestas objetivamente correctas o incorrectas.
Pero, por supuesto, aun con esa idea de igual consideración de los intereses, hay espacio para diferentes puntos de vista éticos sobre lo que debemos hacer y cómo debemos vivir. Fundamentalmente, se pueden distinguir dos enfoques filosóficos.
El primero dice que lo correcto –en la medida en que los intereses de todos tienen el mismo peso– es tratar de maximizar los intereses de todos para promover el bienestar y reducir el sufrimiento. Esta es la visión utilitarista asociada con los filósofos ingleses del siglo XVIII y principios del XIX, Jeremy Bentham y John Stuart Mill, y todavía la mantienen varios filósofos contemporáneos, entre ellos yo.
El otro enfoque, asociado con el filósofo alemán del siglo XVIII Immanuel Kant, propugna la idea de que ciertas cosas son inviolables; son contrarias a la dignidad humana y nunca deben hacerse.
No deberíamos dar por sentado que la evolución está guiada por algún tipo de providencia para alcanzar los mejores resultados éticos. Podríamos imaginar mejores resultados: humanos más inteligentes, altruistas y compasivos, por ejemplo. Tal vez sea eso lo que necesitamos hacer para proteger el futuro de la humanidad.
Peter Singer
Pero decir visión utilitarista no significa ignorar la dignidad humana. Estos derechos son importantes porque sientan las bases de una sociedad que promueve el bienestar de todos. Pero ello no significa que nunca se pueda actuar en contra de determinados derechos humanos.
Tomemos el caso de un tren desbocado que se dirige hacia un túnel donde matará a cinco trabajadores. Si se desvía el tren, solo matará a uno. Como utilitarista, creo que uno debería estar dispuesto a sacrificar una vida para salvar cinco.
Cuando se trata de derechos de propiedad intelectual (PI), la perspectiva utilitarista fomenta la innovación y la creación en beneficio de todos. Sin embargo, existe un punto de vista alternativo según el cual los derechos de propiedad, incluyendo los derechos de PI, son derechos intrínsecamente naturales, y que es un error privar a las personas que poseen esos derechos de las cosas a las que tienen derecho, independientemente de las consecuencias. Es menos sabido, sin embargo, que dentro de la tradición del derecho natural, existen límites a esos derechos naturales con respecto a la propiedad. Por ejemplo, si alguien, por necesidad –porque se está muriendo de hambre– le quita algo a alguien que tiene abundancia –una hogaza de pan, por ejemplo– eso no constituye un robo, porque esa teoría de la ley natural de los derechos de propiedad afirma que esos derechos existen para que podamos satisfacer nuestras necesidades. Cuando esos derechos interfieren con la satisfacción de nuestras necesidades básicas, dejan de existir.
Y ahora, si aplicamos esto al uso de la propiedad intelectual en relación con los medicamentos necesarios para tratar a las personas que no pueden permitírselos, por ejemplo, esto podría dar lugar a una doctrina que justifique la producción de versiones genéricas de medicamentos protegidos por patentes para esos pacientes en los países pobres. En concordancia, existen disposiciones en acuerdos internacionales como el Acuerdo sobre los Aspectos de los Derechos de Propiedad Intelectual relacionados con el Comercio (Acuerdo sobre los ADPIC) que permiten a los gobiernos autorizar, en determinadas situaciones, la producción de versiones genéricas de medicamentos patentados (bajo lo que se conoce como licencia obligatoria). Este planteamiento se puede defender tanto con un enfoque utilitarista como con la defensa de los derechos de propiedad basada en el derecho natural.
La perspectiva utilitarista, que opta por una mirada a largo plazo, atribuye más importancia al derecho a la protección de patentes, mientras que la perspectiva del derecho natural se centra en las necesidades inmediatas de la persona que morirá sin el medicamento. El punto de vista de la ley natural no dice nada acerca de las generaciones futuras que se beneficiarán de la producción de nuevos medicamentos que aún no tenemos, y que se producirán únicamente si las compañías farmacéuticas creen que tienen suficientes incentivos financieros para producirlos.
Para afrontar los desafíos de la salud mundial, debemos adoptar esa perspectiva a largo plazo, reconociendo al mismo tiempo que debemos encontrar formas de poner los medicamentos que salvan vidas a disposición de quienes los necesitan. Y debemos evitar situaciones en las que se disponga de medicamentos eficaces en países ricos, pero que no sean asequibles para los países en desarrollo.
La pregunta más difícil, sin embargo, es ¿cómo podemos crear incentivos para que las compañías farmacéuticas produzcan medicamentos para mercados que probablemente no produzcan beneficios financieros?
Hoy en día, un paciente en un país rico puede recibir tratamientos muy costosos que pueden llegar a costar hasta 500.000 dólares EE.UU. al año. En cambio, en los países en desarrollo, se puede salvar una vida por unos 3.400 dólares EE.UU. al año en las regiones propensas al paludismo mediante la distribución de mosquiteros tratados con insecticida. La brecha es demasiado grande. Para cambiar esta situación, probablemente sea necesario salvar vidas en el mundo en desarrollo a un precio más bajo y limitar la cantidad que gastamos en salvar vidas en países ricos.
Ahora quisiera abordar la compleja interacción entre la tecnología y la ética.
En la década de 1950, con la invención del respirador se consiguió mantener vivos a los pacientes que no podían respirar sin ayuda. Continúa salvando las vidas de pacientes que, después de un corto período de tiempo, se recuperan completamente. Eso es maravilloso. Pero, ¿qué hay de los pacientes que nunca recuperan el conocimiento o la capacidad de respirar sin ayuda? Esto planteó un problema ético que se agudizó aún más en la década de 1960, cuando el Dr. Christiaan Barnard demostró que un trasplante de corazón de un paciente a otro podía salvar vidas. ¿Qué debemos hacer con los pacientes con respiradores que no muestran respuesta cerebral y que nunca recobrarán el conocimiento? ¿Los mantenemos en el respirador por el resto de sus vidas naturales o lo apagamos y dejamos que mueran?
Nuestra respuesta fue cambiar la forma en que definimos la muerte. Hasta ese momento, la ley establecía que una persona estaba muerta cuando su corazón, respiración y pulso se detenían. Simplemente añadimos el cese irreversible de todas las funciones cerebrales a esa definición. Eso hizo posible declarar legalmente muertos a algunos de los pacientes con respiradores. Pero sobre todo, significaba que podíamos extirpar los órganos de los pacientes con soporte vital mientras su corazón seguía latiendo y usarlos para salvar otras vidas. Si estos pacientes estuviesen vivos, eso sería directamente contrario a la idea kantiana de que nunca debemos usar a un humano para servir los fines de los demás. Lo evitamos cambiando la definición de muerte. Aquel cambio en la definición no fue el resultado de ningún descubrimiento científico. Fue una opción política. Resulta extraordinario que en aquel momento hubiera tan poca oposición, por más que siga siendo un tema de debate.
Abrigo la esperanza de que utilizaremos la tecnología para lograr una vida mejor para todos de un modo más equitativo que ayude a los más desfavorecidos. Es ahí donde podemos hacer el mayor bien.
Peter Singer
Luego, en la década de 1970, se desarrolló la fecundación in vitro, que ha sido un éxito para ayudar a las parejas infértiles a tener hijos. También hizo posible producir un embrión viable fuera del cuerpo humano y transferirlo a una mujer sin vínculo genético con ese embrión. Esto significó que una mujer que quería un hijo pero no podía producir ningún óvulo pudiera tener uno. También significaba que una mujer podía ofrecer su vientre de alquiler a cambio de remuneración. En la actualidad existe un cierto nivel de comercio internacional en este ámbito, lo que es éticamente cuestionable. Pero quizás la cuestión más importante que se plantea para el futuro de la humanidad sea determinar qué podemos hacer con embriones viables producidos fuera del cuerpo, en lo relativo a selección y modificación genética.
Es común realizar pruebas de detección y selección genética prenatal para detectar ciertas enfermedades que pueden terminar en un aborto. Otro método para lograr el mismo resultado es que las mujeres que presentan un alto riesgo de tener un hijo con una anomalía genética se sometan a la fecundación in vitro. Se obtienen varios óvulos mediante el uso de fármacos, que son fecundados, y se procede al cribado de los embriones resultantes y a la transferencia de un embrión sano a la mujer, con lo que se elimina cualquier riesgo de interrupción del embarazo y se le permite dar a luz a un hijo sano.
Esto, en sí mismo, no es particularmente controvertido. Pero a medida que avance nuestro conocimiento de la genética encontraremos genes superiores a la media, y no resulta difícil imaginar que las parejas querrán seleccionar un embrión con las características que desean para su hijo. ¿A qué clase de futuro podría llevar esto? Uno podría imaginar la aparición de una estructura de clases genéticas, una aristocracia y un proletariado genéticos, donde los individuos –y por supuesto los países– utilizan la genética para mejorar la inteligencia, por ejemplo, para asegurar una ventaja competitiva en el mundo. ¿Deseamos abandonar la movilidad entre las clases que, aunque limitada, sigue siendo significativa? Y si decidimos no prohibir este uso de la tecnología genética, ¿cómo regularla y hacerla accesible? Tenemos que pensar en estas cosas.
Además, en la próxima década, es muy posible que con la tecnología de edición genética CRISPR consigamos modificar embriones. Si se demuestra que es seguro y fiable, lo que todavía se cuestiona, es probable que ello conduzca a un tipo modificado de naturaleza humana. No lo considero intrínsecamente incorrecto. La naturaleza humana y nuestra composición genética han evolucionado para ayudarnos a sobrevivir. No deberíamos dar por sentado que la evolución está guiada por algún tipo de providencia para alcanzar los mejores resultados éticos. Podríamos imaginar mejores resultados: humanos más inteligentes, altruistas y compasivos, por ejemplo. Tal vez sea eso lo que necesitamos hacer para proteger el futuro de la humanidad.
El desarrollo de la inteligencia artificial (IA) es otra área importante merecedora de una cuidadosa reflexión. Cada vez más, se recurre a la IA para realizar trabajos que los humanos ya pueden realizar. En el sector manufacturero, por ejemplo, los robots están asumiendo las tareas repetitivas que antes realizaban los trabajadores de la línea de producción. Podemos contar con que el uso de la IA para estas tareas se extenderá a muchas otras áreas. Esto significa que tenemos que pensar en cómo desarrollar una sociedad con menor necesidad de trabajo humano, pero que capte los beneficios de la productividad y los transfiera a las personas –quizás mediante algún modelo de renta básica universal– de una manera que satisfaga su necesidad de sentir un propósito. Este será un reto muy difícil.
Algunos observadores creen que el desarrollo de máquinas superinteligentes, significativamente más inteligentes que los humanos, es inminente. ¿Qué significará eso para el futuro de la humanidad? ¿Decidirán estas máquinas superinteligentes que están mejor sin nosotros? Esa alarmante perspectiva sería una tragedia de proporciones inimaginables que pondría fin a miles de millones de años de existencia en el planeta y la pérdida de todo el potencial de las futuras generaciones de seres humanos. ¿Deberíamos, entonces, centrarnos en reducir, en la medida de lo posible, el riesgo de extinción humana? ¿O tendrían estas máquinas superinteligentes –si estuvieran dotadas de conciencia– un valor intrínseco, equivalente o incluso superior al nuestro? La mayoría rechazará esa sugerencia; pero quizás tengamos una inclinación innata a favor de nuestra propia especie. Ciertamente tenemos que reflexionar más sobre esta perspectiva.
Se nos presentan muchas interrogantes en el camino hacia este nuevo futuro tecnológico. Y hay muchas incógnitas. Abrigo la esperanza de que utilizaremos la tecnología para lograr una vida mejor para todos de un modo más equitativo que ayude a los más desfavorecidos. Es ahí donde podemos hacer el mayor bien.
Gracias.
El propósito de OMPI Revista es fomentar los conocimientos del público respecto de la propiedad intelectual y la labor que realiza la OMPI, y no constituye un documento oficial de la Organización. Las denominaciones empleadas en esta publicación y la forma en que aparecen presentados los datos que contiene no entrañan, de parte de la OMPI, juicio alguno sobre la condición jurídica de ninguno de los países, territorios o zonas citados o de sus autoridades, ni respecto de la delimitación de sus fronteras o límites. La presente publicación no refleja el punto de vista de los Estados miembros ni el de la Secretaría de la OMPI. Cualquier mención de empresas o productos concretos no implica en ningún caso que la OMPI los apruebe o recomiende con respecto a otros de naturaleza similar que no se mencionen.